sábado, 30 de enero de 2016

LAS DIOSAS DE MI CASA

Sola, con mis diosas, creyendo de verdad que me asisten y me arropan.
Creyendo, de verdad, que esperan lo mejor de mí. Que no puedo y no quiero defraudarlas porque si lo hiciera, me defraudaría a mí misma, y entonces, ellas, con su sabiduría de magas seculares, se escabullirían a sembrar inquietudes en otras. Y no por despecho, que es cosa de humanos, sino porque así son ellas de respetuosas.

No me amenazan. Me cuidan. Digo sí y están. Digo no y se van; donde otra que las quiera y las entienda.

No les importa el resultado; lo que quieren es que lo haga. No que lo intente. Que lo haga. Que eche el resto. Que vaya hasta el final.

Desde su punto de vista no cometo errores, al contrario: creen que cada paso que doy es un modo de acercarme un poco más a mis objetivos. No me juzgan. Los juicios de valor son solo míos.



Avanzar y apreciar cada
paso que doy.

De primeras, puede que no lo parezca y puede que parezca a veces que yerro el tiro, pero así de caprichoso es el camino. Es el modo en que lo oscuro me conduce a lo luminoso.

Y cuando me pasan cosas que me disgustan, recorro el camino inverso. Ellas me señalan por dónde ir hacia adentro, hacia el único lugar en el que es posible la reparación. Me señalan el camino de vuelta a casa.

Ahí es donde puedo parar. Primero, parar. Después, re-conectarme, re-cordar (magnífico verbo que implica "volver a pasar por el corazón"). Re-cordar que la vida es un aprendizaje constante, con exámenes constantes y con materias que a veces llevo preparadas y otras, no.

Y re-cordar que no tengo que agradar a quienes no comparten mis valores. Ni tengo que agradar todo el tiempo a quienes incluso los comparten. A veces, me equivoco; a veces, se equivocan ellos. Y qué, si puedo amarlos a pesar de todo. Eso me importa; es, en realidad, uno de mis valores máximos.

A fin de cuentas es lo que queremos, lo reconozcamos o no: amar y que nos amen. A pesar de no ser las más guapas, las más listas o las más exitosas.

Los ojos del amor son los ojos de mis diosas. Me los ceden para que mi mirada tome altura. Entonces todo depende de mí.




Yo escojo cómo quiero ver las cosas,
con independencia de cómo son.
Yo escojo qué me digo
con independencia
de lo que me pasa.

Y si el sistema de valores sociales no me ayuda, lo cambio por otro que sí lo haga y, a sugerencia suya —de mis diosas—, construyo el mío propio.

Ser feliz con lo que hago. Por y para todo aquello que me hace sonreír. Les hace feliz que sonría, tan lindas. Solo de eso se trataba.



Momentos así son los que marcan
el ritmo de mi vida.



viernes, 15 de enero de 2016

ATARDECE






Me quedo mirando, boba, la luz del atardecer: nubes pintadas de sutiles naranjas, ocres y rosas; o no tan sutiles a veces: una fogata de mil matices que rompe un cielo de nubes de cartón piedra, negras como la noche.

Cada día, superándose a sí mismo, cada ocaso, distinto.


Un despliegue que se me antoja imposible.


Lejos de repetirse las jugadas, pareciera que se añaden nuevas ocurrencias en un derroche de creatividad sin fin. Aunque semejante trabajo no se mantiene por mucho tiempo: no hay remilgos en deshacer la obra por mucha espectacularidad que tenga. Tampoco hay nadie que se atribuya la tarea o que, de algún modo, la reivindique. ¡Cuánto amor!, y cuánto desapego al mismo tiempo.




Mientras miro con ojos golosos, algo interrumpe el cuadro: una bandada de pájaros —tal vez grullas, cigüeñas o buitres— surca el cielo. Puedo pensar que es una formación aleatoria, pero me fijo mejor y veo que no, que sigue una estrategia: cada miembro se beneficia del rebufo del compañero, de la corriente de aire que promueve quien va delante. Hay sincronía. Pienso que un viaje así se vuelve tremendamente eficaz.




Pero me fijo mejor en el dibujo: es en uve, con uno a la cabeza. Ese no tiene ayuda de nadie. No sé si lo han elegido o se ha elegido a sí mismo por saberse capaz del desafío. Pienso en él. ¿Reclamará a sus colegas el mejor bocado en pago por su sobreesfuerzo?


Uno, a la cabeza.

Y pienso cuánto podemos aprender de ellos.

No hay lamentos, quejas, ni reproches —ni de los atardeceres, ni de los pájaros— porque hoy los humanos nos hayamos superado en atrocidades o no nos hayamos ocupado remotamente de sus necesidades. Ni los unos rebajan su espectacularidad porque se enfurruñen, ni los otros renuncian a su odisea por cansancio, depresión o desmotivación. Van adelante, sabiendo perfectamente hacia dónde dirigir su vuelo en un desempeño solidario.  


De mi sobrino Jokin, que anda por ahí.

Observándolos, me pregunto hacia dónde vamos a dirigir nosotros el nuestro, nuestro vuelo, nuestra forma de vida, que al final no se trata de vivir como invitados de piedra, sino de hacer que las cosas sucedan. De que cada quien arme posibilidades desde su esfuerzo y su capacidad. Como ellos. Porque sin profundidad no hay alma y, sin empeño, tampoco nada que valga la pena. Hagamos algo por la cultura del crecimiento, que aunque la casa es universal, los dormitorios son personales. Que cada quien haga lo que pueda, lo que sienta. Y si puede, sin quejas estériles, que el tiempo se desdibuja y se fatiga si no le echamos una mano. 

¡Hagamos que suceda lo imposible!





viernes, 1 de enero de 2016

OTRO AÑO MÁS


No sé si es hora de hacer balance, pero los finales parecen invitar a ello y el año que ha terminado me coloca en un estado de ánimo propicio.



¿Habrá olvidado algún reloj dar las doce?

Pasado el ecuador de las navidades, me invade la misma sensación de los domingos por la tarde cuando niña, cuando el alboroto del mediodía daba paso a otro para mí incomprensible, augur de la inminencia del lunes. Nada de películas. Solo fútbol en blanco y negro y la voz del narrador que a los aficionados debía sonarles épica y a mí, lapidaria. Es como si lo inminente ahora fuese otro lunes. Menos eso, todo ha cambiado.

No podía imaginar entonces que vendrán navidades sin el tono efervescente y ansioso que convertía cada año en una espera interminable hacia mis deseos más profundos. Ni se me podía pasar por la cabeza que faltaría gente querida, que madres, padres y reyes magos —por fortuna, en orden inverso— dejarían de existir; que se daría vuelta al calcetín y sería yo misma la encargada de adoptar ese papel (de reina maga, padre y madre, aunque de hijos insospechados), un papel que, sin embargo, habría de llevar un marchamo devaluador, ya que de ningún modo reemplazaría la gloria del original; que las fiestas perderían brillo y magia; que se desvelaría la naturaleza de los barcos pirata, de los cochecitos de muñecas y de las propias muñecas, de la bici de cuatro minúsculas ruedas. De los paraísos terrenales.

Han pasado tantas cosas desde entonces, me han pasado tantas cosas…  No sé si me parezco en algo a mí misma, salvo en que sigo esperando mucho de mí a pesar de que hasta aquí, todo ha transcurrido de modo radicalmente opuesto a lo calculado. Lo fácil ha sido poner ilusión en cada proyecto; lo difícil, salir indemne de los destrozos. Lo cierto, comprender que unas veces se gana, que otras se pierde, que lo más difícil es siempre la aceptación —aceptación, sí: hacer migas con el pasado; no resignación— y que con todos esos mimbres que me fueron extraños hasta no hace tanto, he conseguido hacer de mí alguien con quien por fin me gusta encontrarme.


Hace poco más de un año, 
disfrutando de la nieve
en Aigüestortes.

No he llegado; al contrario: veo mucho por hacer, mucho por desvelarme y por desvelárseme, pero me siento más que nunca en el camino que me ha de llevar. En un camino que, pese a sus vicisitudes e incertidumbres, es el que más se me parece, el que va haciendo de mí la persona que quiero ser, la que veo desde la altura de mis noventa y muchos años, cuando retrotraigo la mirada hacia aquí y me enfrento a hacer un balance algo más que provisional. Veo lo rápido que ha pasado el tiempo y todo lo que me estaba esperando.

Receta universal que he adoptado como propia: caerse, ponerse de pie, sacudirse el polvo, restañar heridas y seguir adelante. Abrir las puertas de par en par: que lo que entre, entre a lo grande, que con las puertas a medio abrir, lo que entra también lo hace a medias.



Llegada a la campa de Urbia, Oñati.
La montaña siempre ha tenido
un especial simbolismo
para mí.

¡Feliz 2016 a todos los que aparecéis por aquí! 
Y, cómo no, a quienes no aparecéis ;-)

Y un regalito para nostálgicos:


Del blog de Cristian Porto, 
artista bonaerense.