viernes, 22 de abril de 2016

PIEDRAS (III)





Arriba, la majestuosidad de la obra de arte; abajo, la dignidad de lo humilde. La gloria de ser piedra de iglesia o el orgullo de ser mole, y no ya en el cauce, sino, poco a poco, el cauce mismo.


Las piedras de abajo parecieran instar a la prudencia a las que conforman el templo porque... ¿no se advierte en ellas un aire de osadía?

Las piedras de arriba parecieran animar a las del cauce a auparse hacia lo alto porque... ¿no se advierte en ellas un aire de indolencia?

Estoy haciendo una humanización de las piedras, una interesada y recíproca contemplación: por un lado, cada una parece disfrutar de los valores de la otra; por otro, como que expresara fastidio por algún aspecto que le resulta hostil o no comprende.

Pero cuando la dualidad se borra, humanos y piedras somos una misma cosa.



¿Somos una misma cosa? ¿Estoy segura de lo que digo? ¿Piedras y humanos padecemos las mismas tensiones, miramos unas y otros hacia el porvenir con el mismo rictus preocupado? Provenimos del polvo de las estrellas, pero algo ha pasado para que nos debatamos en discursos así mientras 
ellas, las piedras, siguen viviendo por los siglos de los siglos 
al borde del secreto. Energía, frecuencia y vibración, que es 
donde están contenidos todos ellos, todos los secretos. 
Tal cual lo aseguraba Nicola Tesla.




Y en el fondo, la quietud profunda que es la disolución de todo. Unas y otras, arriba y abajo, y siendo más allá de las propias historias de cada una. La mirada de quien observa —de quien escribe ahora— se vuelve entonces dubitativa ante todo este valor que, aun no pareciéndolo, es evanescente: árboles, hierba, sol, alguna gente (poca), la luz embrumada (*) que juega con el agua de los aspersores que riegan el cauce seco. Yo misma.


Luz embrumada que juega.



No se mueven. Las piedras no se mueven.

Y porque no se mueven me invitan a disfrutar de manera menos comprometedora y me abren un camino a la reflexión, a la pura y simple contemplación de ese todo que es la casa cósmico-amorosa.

Jacques Brosse se preguntaba por qué leer enigmas cuando son tan claras las verdades minerales. Entonces sí, si dejo de preguntar y solo observo, tal vez, seamos una y la misma cosa.










(*) Gracias, amiga mía, por prestarme el embrumamiento.









viernes, 8 de abril de 2016



LA CASA-MUNDO




Cierro los ojos y vuelo a…, pongamos una montaña (cualquiera me vale). El aire frío de la mañana tropieza con las huellas cálidas de mi respiración. Valga decir que estamos casi arriba, con un mar de nubes por debajo y picos asomando, como náufragos que sacaran la cabeza para respirar. A unos metros, las ruinas de lo que debió ser antaño una cabaña de pastores y, a su alrededor, rocas salpicadas, ociosas, como si todo el trabajo estuviera hecho; en el cielo, hilos blancos que invitan a jugar, a tomarse las cosas así, con levedad. Casi no hay árboles en pie. A la izquierda, un río de aguas transparentes, nerviosas como novias en sus primeras citas.




Caminas a mi lado. Nos sonreímos. No es preciso decir nada. Continuamos ascendiendo. Me paro a tomar resuello y a mirar una flor extraña. Te adelantas. Corro un poco para alcanzarte. Siento mi cara roja y mis ojos virando un poco a verde y blanco, anegados de paisaje. Al poco, eres tú quien se para. Tienes calor. Hace diez minutos que te has quitado el «plumas» y ahora le sigue el forro. Aprovecho para sacar fotos (ante espectáculos así me vuelvo avariciosa; todo me lo quiero llevar). Miras a un lado, miras a otro, me miras a mí. Sonrío. Un pájaro negro (¿un cuervo?) se posa a pocos metros; parece no temer a los humanos. Instantes de belleza superlativa.




No sé qué edad tendríamos, unos catorce tal vez. Hablábamos de hacer una excursión y algunas dijimos “al monte”. « ¿Al monte, a qué? ¡Si luego hay que bajar!» dijo alguien. Cierto: al monte, a qué. A sudar, a cansarse, a ver horizontes inmóviles y nubes viajeras, algún que otro pájaro negro. Y flores raras. Y riachuelos. Y árboles muertos. A veces, a torcerse el tobillo o a pasar apuros cuando el camino se ha vuelto intransitable. Cómo explicárselo.

Ir al monte no es perfecto. Tampoco el mundo lo es. 

Y a eso vengo. A reconocerlo como lo que es. 

Hay violencia, basura, explotación, cacas de perro —que no son responsabilidad de ellos—, animales abandonados, corrupción… y, sin embargo, ¡tantas cosas hermosas! No entiendo ese empeño en que lo feo enmascare lo bello. Me entero de las malas noticias a mi pesar. Incluso quienes se ocupan de reivindicar un mundo mejor exhiben imágenes sangrientas en sus carteles, camisetas, vídeos y reseñas, y hablan en términos de lucha; muy cabreados, a veces. Demasiada adrenalina. 

Sé que la ignorancia-inconsciencia termina antes o después para cada uno (no cuando a mí me da la gana). Sé también que es fundamental predicar con el ejemplo, saber regular los propios pensamientos, las palabras, los actos. Sin juicios. En todo caso, mientras mi mente necesita ese tipo de combustible, juzgarme solo a mí misma, sin exigir nada a nadie. Ser como la flor de loto, que no piensa que el barro pueda ser un enemigo.





Nuestra casa-mundo puede ser mirada desde un ventanuco o desde la altura de una nube, desde sus sombras o desde sus luces. Los cuánticos dicen que es la propia mirada de quien observa la que colapsa las cosas para que sean de una manera o de otra (ellos dicen «los átomos», pero todo está formado por átomos), luego para mí es fundamental centrar la mirada en lo que quiero ver en lugar de seguir mirando —colapsando— lo que no quiero.

La inconsciencia, como la oscuridad, no tiene carta de naturaleza, sino que va camino de abrirse más y más, hasta producir personas tan íntegras y con tanta luz que ni llegan a ser conscientes de ello y que son como el pararrayos en la tormenta. Si fueran una cumbre, nadie querría bajarse de ahí.