sábado, 12 de diciembre de 2015

EL PRECIO DE ALGUNAS COSAS



Fachada de la cripta de la
Almudena.


Me gustan las iglesias. Me gustan sus piedras, su estampa, sus arquerías y bóvedas, sus nervios. Y no porque espere encontrarme remotamente a Dios que, como sabemos, está en todas partes —más donde menos se le espera—, sino porque son de los pocos lugares públicos donde aún es posible rodearse de silencio.


Las columnas se multiplican en las naves laterales.

Pero hay algo que me fastidia y es que cobren la entrada. Seguro que su conservación supone un pastizal, pero no lo es menos que muchos devotos son generosos de forma exclusiva y excluyente con ellas; generosos de iglesias, parroquias y catedrales, a las que tradicionalmente han donado buena parte de sus bienes mientras que han ignorado con idéntica devoción a humanos que no se les parecieran. De IBI o inmatriculaciones me he propuesto no hablar para no pecar en exceso de obvia, no vaya a ser que además de pagar entradas me granjee la ira de algún pastor, correligionario o, hasta del propio Dios.




Me encantan pero me supera pagar porque, a pesar del peaje o quizá por eso mismo, se asemejan cada vez más a ferias multitudinarias en las que falta lo que más busco: silencio; de hecho, son esos mismos devotos quienes entran en ellas como Pedro por su casa —quién les dice que no llevan razón— y se pasean y vocean como si en lugar de naves de crucero, deambulatorios y capillas estuviesen merodeando por puestos de mercado.

Los capiteles de las pilastras
siguen la tónica de las columnas.
Hacía mucho que no entraba en la cripta de la Almudena y hace unos días decidí comprar mi silencio. Antes, lo confieso, tuve que amordazar a la reivindicativa que llevo dentro. La cripta es un espectáculo neorrománico, interpretación del románico de finales del XIX y con más de 400 columnas cuyos capiteles no se repiten. 














No hay dos capiteles iguales entre los 400 que,
aseguran, hay.

¡400 columnas! Si no fuera porque está en Madrid, podría parecer una iglesia boloñesa.

Me llevó un rato recordar que en este mundo casi nada es perfecto. Tuve suerte: salí con más sosiego del que tenía al entrar. Ni un alma durante el tiempo en que me empasté con el sonido del silencio. El silencio me conecta con mis miedos, con mis vacilaciones, invita a mi cerebro a oxigenarse y a mi alma a sentir que, a pesar de todo, confía en lo que la vida le ofrece. Aunque cada tanto le obliga a desmantelar la zona de confort de su portadora. O sea, la mía.


Una de las 20 capillas.

Columna de fuste liso y capitel único.
En grande, para que pueda verse bien.




Esta vez el silencio me invitó a no hacer negocios con la vida. Yo te digo que eres inteligente, capaz, competente, etc., y tú me dirás algo parecido y entonces nos vamos a querer mucho. Lo llamamos amor cuando, en realidad, no tiene términos distintos a los de los negocios. Si la vida se porta bien conmigo, me porto bien con ella, digo que es maravillosa y que vale mucho la pena; si no, digo (o lo pienso) que es injusta, decepcionante, molesta..., porque me quita la droga a la que más enganchada estoy: la pastillita de que todo me vaya bien. Que solo así me gusto de ella y solo así la amo.

Al menos hoy he decido no hacer negocios con ella. Hoy, no. Hoy voy a estar atenta a lo que diga de ofrecerme, tenga el aspecto que tenga. Al fin y al cabo, siento que el euro que pagué me salió bien rentable. ¿No acaba siendo todo una paradoja...?