viernes, 17 de julio de 2015

UNA REVOLUCIÓN 

El caso es que tenía la cama aquí y junto a la cama, la mesilla; el chifonier un poco más allá; y más allá, el armario. ¡Ah! Y una mesa. Y una silla.




Descentré la mesa y, un poco también, la silla.



Pero ese estado de cosas me aburría. Puse entonces la cama allí y acerqué el chifonier. Alejé un poco la mesilla.

La novedad me animó pero al cabo de unos días el aburrimiento volvió. Decidí que el problema era la mesa en aquel lugar central; me molestaba tanta solemnidad para con un mueble que no era sino otro más. La mesa y la silla debían fluir. Y la cama. Moví las tres: descentré la mesa, la silla le siguió —perdiendo su omnipresente centro— y puse la cama en medio. Mejor, mucho mejor. 




La cama en medio: una de las fases pre-revolucionarias.


Estaba claro. Era un resultado distinto, insumiso. Me vine arriba. La insumisión, aunque tenía pegas, me resultaba mucho más interesante que la rutina de dormir con la cabeza contra la pared, así, como castigada. La solución era perfecta porque la insumisión de adentro encontraba consonancia con la insumisión de afuera. 

Cierto tiempo después, superada la novedad del principio, la insumisión pasó a ser inquietante e incómoda, luego se me imponía una nueva estrategia, tal vez el armario en medio y la cama allá. Eso sí que era vanguardia: ¿cuándo se había visto un armario en medio de una habitación? Lo sentía: estaba inaugurando algo, creando tendencia. Solo que no pude fotografiarlo por falta de perspectiva: la mía propia y la propia de la habitación. El armario, ahí en medio, era mucho armario. Demasiado armario.





Y sucedió que cierto tiempo después, volví a estar en el punto de partida. Dichoso "cierto tiempo después", boicoteador de proyectos e ilusiones... Porque bien mirado, aquel armatoste en medio de todo no tenía nada de extraordinario y sí mucho de tropiezo descomunal. Una vez más se imponía hacer algo distinto, transgresor, algo que implicase empujar los límites, codearse con lo insólito. Cualquier otra solución acabaría siendo tibia y, cada "cierto tiempo" —ahora lo sabía— decepcionante. Necesitaba algo fuerte: algo así como una revolución.


La hice: acabé durmiendo en el armario. ¿Bien? No. Dormir de pie requiere una gran fuerza de voluntad y una disciplina a la altura. Pero fue el cambio del que más conciencia tuve, no solo por la postura incómoda sino por el dolor de rodillas, de espalda, la hinchazón de pies y la retención de líquidos. Ahí, el "cierto tiempo después" ganó por goleada; una vez transcurrido, y coincidiendo con el límite de mi resistencia física, salí del armario y me metí en la cama. 



Dormí una semana. Del tirón. Me levanté y volví a colocar la cama aquí y junto a la cama, la mesilla; el chifonier, un poco más allá; y más allá, el armario. ¡Ah! Y la mesa. También la silla, que ya no me molestaba que estuviera en medio. Y cuando me aburro recuerdo con nostalgia los tiempos en que fui revolucionaria.






Texto con el que me despido hasta septiembre y con el que homenajeo a Slawomir Mrozek, escritor, maestro de la narrativa breve —satírica, sorprendente, paradójica—, dramaturgo y dibujante polaco. En agosto hace dos años que falleció. 


sábado, 4 de julio de 2015

NOCHES PROSAICAS

Me temo que esta entrada va a tener poco de deco y poco de coaching. El mes de julio sigue la tendencia inaugurada por junio de mucho calor, mucha tarea y poco dormir.






No es obligatorio que las noches insomnes sean creativas, desde luego que no, que dejan mucho tiempo aparente pero engañoso, al menos para mí. Las elucubraciones y garabatos mentales no pasan el examen de la luz diurna que llega demasiado pronto y arroja sombras delatoras sobre lo que un par de horas antes parecía aprovechable. 

Mis musas sí que deben estar dormidas; a pierna suelta. Y me da pena porque me gusta esta cita con mi querida gente desconocida. Tantas cosas como hay  por contar, por descubrir, por compartir... aunque no sean necesariamente poéticas ni metafísicas. Pero mi cabeza desvaría, más aún cuanto más quiero que produzca. 


Resuelvo no salir de la cama. No quiero una noche de ordenador, de tomar notas, de leer, que acabo con los ojos arenosos, la cabeza dada la vuelta y el sueño llegando justo a la hora de levantarme, así que hago lo único práctico que se me ocurre: me perdono la vida. Lo acepto. Y aplico un remedio clásico: quietecita en la cama, inhalo aire contando hasta cuatro, lo retengo mientras enumero hasta ocho y, del uno al siete, lo suelto. La cabeza se resiste, pero daré un paso más en la gestión de mis emociones, le mostraré a la "loca de la casa" quién tiene la llave. Y es así como una noche fastidiosa se convierte en una magnífica oportunidad de seguir afinando el instrumento (yo, a mí misma). Fenómeno. Y en algún momento me acabaré durmiendo.


No sé si me duermo; en todo caso, pierdo el hilo de mis pensamientos.




Amanezco en el sofá, haciendo cálculos sobre cómo he llegado hasta aquí. El ordenador está encendido y alguien ha escrito esto por mí. ¿O es que sigo durmiendo? ¿Está esto, acaso, escrito en un calco endeble de mi memoria? ¿Es que ni siquiera hay alguien leyéndome de ese otro lado? 

No quiero ni pensar que la llave siga en manos de la loca. ¡Oh, dios...!










Ellas prefieren no pronunciarse; al fin y al cabo soy yo la que les pone el desayuno.